La verdad es que yo no la conocí­, ni mucho menos, pero es una de las “batallitas” que más recuerdo de las contadas por mi padre de la Zaragoza en los años 30.

Tendrí­a mi padre entonces alrededor de 10 años y, como para casi todos por entonces, la calle era tan escuela como los libros y la picaresca se uní­a a lo cotidiano.

La Tía Pochocha supongo que sería mayor. Para mi padre era una vieja, por lo que le podríamos echar los 60 o 70 sin equivocarnos mucho. El descubrimiento del sexo por parte de un preadolescente de entonces supongo que sería complicado y nuevamente la calle era la que lo proporcionaba y, en este caso, la Tía Pochocha.

Mi padre y sus amigos acudían esporádicamente a su casa, situada según creo recordar por el barrio San Pablo, cruzando General Franco (actual Conde de Aranda) desde la calle Agustina de Aragón donde vivían. Por unos pocos “riales” la Tía Pochocha se subía la falda y mostraba sus avejentados “encantos” para disfrute, y a veces vergüenza, de los más pequeños. Era un ritual iniciático para ellos, sin televisión, revistas ni nada que les permitiera adentrarse en ese mundo.

Un día estos pequeños pagaron pero la Tía Pochocha les negó el espectáculo, riéndose de su inocencia. Ellos se enfadaron pero tampoco podían hacer mucho. Al fin y al cabo no lo iban a contar… Pero en su picaresca idearon un plan.

Unos días después acudieron a su casa con algo escondido en los bolsillos de esos pantalones mil veces remendados. Pagaron a la Tía Pochocha y ella, temiendo perder la clientela, mostró sus partes íntimas una vez más. Entonces los chicos sacaron las “tostas” de barro que habían preparado al efecto y las dispararon directamente contra la vulva de la señora.

Creo que los gritos tanto de dolor como de amenaza se oyeron hasta en Torrero. También fueron memorables las risas…

Ni que decir tiene que no volvieron a casa de la Tía Pochocha y que, a veces, atravesar el barrio de San Pablo requería de algunos rodeos.