93 días con el agua al cuello y ajenos a toda crisis
Escrito por Antonio en Sin categoríaSe acabó lo que se daba. Ya está, se terminó. La Expo de nuestros amores y desamores ha finalizado y, al fin, hemos comprobado que sí existe vida tras la expo (ya ves, Carlos Mata, tu respondes a ¿Hay vida después de la Expo? con La vida después de la Expo) de la misma forma que la ha habido tras la puesta en marcha del Acelerador de Partículas (ver, por ejemplo, la noticia ¿Desaparecerá la Tierra el próximo 10 de septiembre? en el Heraldo, entre otros).
La sensación inicial del momento es de resaca, pero de las resacas con buen rollo, o sea, esas que te duele un huevo la cabeza pero te ríes al recordar todo lo que hiciste la noche anterior. Todo en Zaragoza durante hace más de dos años ha estado marcado por la Expo y, claro, al finalizar uno queda con el cuerpo vacío, con cierta depresión pero satisfecho. Sobre todo esa impresión es importante: la satisfacción por el trabajo bien hecho, por el legado urbano y social (por favor, leamos bien la Carta de Zaragoza), por una conciencia social inaudita en esta urbe (enhorabuena y gracias, voluntarios) que quiere perdurar y por un recuerdo que probablemente nos sobreviva.
Y puestos a recordar, me quedo con varios recuerdos musicales, uno de ellos el último día (además de muchos de los conciertos que ha habido y de los que he comentado en otras ocasiones, como por ejemplo los de Juan Luis Guerra y The Chieftains en el anterior post Septiembre agridulce (como las salsas de los restaurantes chinos)). Me refiero a los sonidos de la Expo (por cierto, señores de la casi extinta sociedad Expoagua, ¿se editará algún día un CD con las músicas de la Expo? Concreto: quiero guardar, no solo en mi memoria, las músicas de la Cabalgata “El despertar de la serpiente”, la del “Hombre Vertiente” y, sobre todo, la magnífica sinfonía para “Iceberg, sinfonía poético visual” de José Luis Romero). Lo reconozco: tras haber escuchado en 92 ocasiones, paseando a mi perra por las noches, la música de Iceberg, no puedo vivir sin ella; la tarareo sin cesar y molesto a mis vecinos cantandola a voz en pecho.
Respecto al último día, me quedo con Philip Glass, claro. El espectáculo de fuegos “Paisajes del río” fue eso, espectacular, pero la música de Glass que le acompañó me embriaga. Sus sonidos reiterantes que no repetidos, las voces atemporales y su capacidad de asombrar siempre me han encantado (reconozco que no es música fácil ni para todos los públicos: mis compañeros de trabajo me ponen a caldo cuando les deleito con su música y lo entiendo, es inaguantable, por eso sigo poniéndosela). Tal vez fue lo que hizo que la noche final de la Expo fuese inolvidable (bueno, junto con el infortunio de mi hijo Ángel al que se le ocurrió perder justamente ese día el Pasaporte que tanto le había costado completar con más de 100 estampaciones; por cierto, si alguien lo recogió, que se ponga en contacto con un servidor ;-))
Como suelo hacer últimamente, dejo como legado particular para los sufridos lectores, un vídeo de calidad deplorable (mi N95 no da mas de sí…) con los últimos minutos de apocalipsis del espectáculo y con el sonido bajo de la composición de Philip Glass.
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