Ha vuelto a suceder, queridos seguidores. Septiembre se ha presentado con su crudeza, esperanza y colección de fascículos de armas de guerra oriental de la actualidad.
Y es que esto es así. Uno echa la culpa al retorno de las vacaciones, la vuelta del estrés y los gastos del cole de los ninios, pero no es así. La culpa es de septiembre. La prueba menos refutable se encuentra en que yo he vuelto a trabajar en agosto y no ha pasado nada. Pero volvemos el primero de septiembre y todo es distinto. Insisto, la culpa es del maldito mes, contradictorio hasta en su nombre (¿porqué es “séptimo” si es “noveno”?)
Porque es un mes de rupturas. La del retorno al curro es muy conocida y no insistiré. Solamente comentar que los caretos y tocaduras de oeufs de los compañeros y jefes son insoportables. Se diría que han sido infelices y quieren descargar su impotencia en quienes hemos aguantado estoicamente las canículas del mes octavo (este sí, el de Augusto, por cierto Emperador, como yo). Incluso llegan a producirse situaciones paradójicas (bueno, como diría alguien que yo sé “kafkianas” ;)); como resulta que tú, ingenuo, te fuiste a mitad de julio y ellos vueven a finales de agosto, la conclusión es obvia: has estado mes y medio de vacaciones.
Pero el curro es lo de menos. Al fin y al cabo uno se hace en un par de días a la rutina y ya está. Lo peor son otras cosas. Por ejemplo: septiembre es el último mes del año en que puedes admirar los generosos escotes y tirantes de sujetador de colores chillones. Esto que parece trivial, no lo es tanto para quienes crecimos en un momento digamos al menos que dudoso (adolescencia con destape incluida). Para nosotros la prenda más íntima visible en la parte superior de una chica era una hombrera. La fugaz visión de un pliegue de sujetador al asomar en la convexidad producida por dos botones de una camisa ajustada era digna de recuerdos y poluciones nocturnas. Pero eran otros tiempos…
Durante mucho tiempo mantuve la opinión de que lo mejor de ir adquiriendo cierta edad era la ampliación del número de mujeres que te podían llegar a gustar. Me explico: a los veinte años te gustan las chicas desde los 14 (o un poco más, que son unas niñas) hasta los veintipocos (que ya son unas abuelas). Con el paso del tiempo, el intervalo de edad se amplía y así, a los cuarenta, te gustand desde los 14 hasta los cuarenta y poco. Eso está bien y lo mantuve hasta no hace mucho en que mi amigo Juan Carlos “el moro” (un tanto mayor que yo y más precoz en dejar descendencia) me explicó que mi tesis era cierta salvo en un aspecto: llegaba un momento en que tus hijas crecían y alcanzaban edades que limitaban tu espectro mujeriego. Así, cuando tu hija cumple los 14 ya no ves chicas sino a tu hija y otras enemigas y, por tanto, dejan de gustar. Tal vez sea una respuesta de la Naturaleza a estas actividades promiscuas.
Pero estaba hablando de septiembre y sus cosas, no de mujeres. Siento irme del tema.
Septiembre también es el mes de los fascículos por excelencia (tal vez junto a enero, pero eso es otra cosa). Poco podemos comentar que no se haya dicho ya por la televisión, así que no insisto. Y también es el mes de las propuestas. Todo nos lo proponemos para mejorar: vamos a empezar a correr, tomaremos esa dieta que hemos abandonado en dieciocho ocasiones anteriores, volveremos al gimnasio como cuando teníamos dieciocho, etc. Y eso está bien, sobre todo cuando una semana después volvemos a la rutina ya comentada del curro…
Y en Zaragoza, como durante todo el verano, septiembre está en la boca de todos por la Expo. Es el último momento: tenemos que ver esos pabellones que nos faltan, entrar todos los días a ver no-sé-qué, pasear por la Avenida 2008 para tropezar con todo el mundo y, sobre todo, aprovechar lo poco que queda, que no se va a repetir y que lo que vemos ya no estará en unos meses. Pese a ser cierto, uno empieza a estar harto de ello. Últimamente ya no disfruto en la Expo lo que disfruté al principio. Todo son tumultos, gente y barullo. Me recuerdan a los odiados sábados de diciembre en El Corte Inglés. No los aguanto.
Bien es cierto que sigo acudiendo y buena prueba de ello son los dos vídeos pequeñitos (y de ínfima calidad) que dejo para el recuerdo. Son los dos últimos que he visto en la Expo y lo cierto es que he disfrutado (pese a lo dicho de encuentro multitudinario). Poco tienen que ver en estilo, pero es que yo nunca lo he tenido ;), ya sabéis, y los dos me gustaron y me gustan.
Corresponden el primero a Juan Luis Guerra (dejo “A pedir mi mano” que aunque es hortera de narices, tiene su marcha y es el único que grabé entero) que estuvo por acá el pasado sábado 29 de agosto. Al concierto acudió hasta uno que pasaba por Tudela y por ello se armaron hasta broncas por la prohibición de acceso. Además era sábado 29, penúltimo día en que caducaban muchos pases de tres días. Vamos, un follón de narices. Pero el concierto en sí, muy bien, con mucha entrega, mucha bachata y marcheta “pa bailá”, en la línea de Juan Luis Guerra.
Y el segundo al mini-concierto con que nos deleitaron los abuelos The Chieftains el pasado jueves en la Plaza Aragón de la Expo. Mini porque duró apenas una hora (incluido un bis), abuelos porque llevan desde 1963 y deleitaron porque fue una delicia volver a oírles tanto tiempo después (los sonidos deliciososo de “Women Of Ireland” de la banda sonora de “Barry Lyndon” de mi favorito Stanley Kubrick nos envolvieron e hicieron mágica la noche, de nuevo). Por cierto, podéis ver más vídeos y crónica en la Web de Gaby (“The Chieftains”) y en la de la Expo (“Chieftains, los jefes de la música irlandesa”).
Pero me he vuelto a ir un poco y no he terminado con el mes. De hecho estamos sólo a 6. Incluso me podríais reprender el porqué del título “agridulce”. Hasta ahora todo ha sido “agri” y falta el “dulce”. Para mí septiembre es dulce porque todavía se vive en la calle, el tiempo es plácido, vuelve a llover al fin después de tantos meses y, en el fondo, es encantador ver a los niños llorando con su inocencia a la entrada del cole, inermes ante lo que se les viene. O tal vez sea porque casi todos los cortes con mis ex-novias se producían este mes. O, seguramente, porque el título del post me gustaba, no así la comedia romántica de la cual se ha producido el plagio (Noviembre Dulce)…
Agosto en Zaragoza está de muerte. Que sí, que la tranquilidad se respira por todos sitios y, pese a la Expo, se puede pasear e incluso vivir. Hace años que busco desesperadamente permanecer en esta Zaragoza en verano, revivir la tranquilidad, el tiempo y el espacio habitable.
Ayer fue uno de esos días tranquis, mezcla de viva actividad, recuerdos y nostalgia. El verano permite ciertas cosas que procuro recrear en los ratos libres.
Tras currar por la mañana, comí rápido y cogí la bicicleta. Yo he sido gran ciclista, sin llegar a competición (siempre llegué tarde a eso en todo) pero con buena rodada, ritmo y fondo.
Todo me viene de mis 16 años cuando dejé mi colegio dominico (ver crónicas) y terminé bachiller y COU en el Instituto (el Mixto 4, aquel itinerante que recorría todos los edificios a punto de ser declarados en ruinas en esta ciudad; grandes recuerdos que dejo para otra ocasión). Para ir desde la casa de mis padres en Universitas (por las Delicias) hasta la plaza San Pedro Nolasco (en pleno Casco Viejo) tenía pocas alternativas y todas ellas pasaban por un largo tiempo de recorrido. Como nunca he sido dado a excesos madrugadores, vi en la bicicleta la alternativa de transporte adecuada. Todos los días, lloviese o hiciese un sol devastador, allí estaba montado a las 8 y media de la mañana o antes entre los coches, sorteándolos cual “Baulero“.
Desde esa época nunca dejé la bicicleta. Fue mi medio de transporte habitual durante más de 10 años. A todas partes iba con la Jacinta (una bici rescatada del pueblo y “tuneada”, con más de 50 años de pedaladas a sus espaldas, sin cambio de marchas y habitualmente también sin frenos), hasta que me la mangaron, o con la Orbea de paseo, un poco después (esta ya con cambio y frenos).
Con esa Orbea (como decía mi amigo Roberto entonces “Orbea, si la miras se estropea”) hice grandes cosas: recorrí todo el norte de la Península, desde Asturias a San Sebastián pasando por la subida a los Lagos de Enol, con mi buen amigo José Luis; múltiples subidas al Pirineo (la más destacable una en solitario al refugio de Biadós en Gistain, en tres días, ida y vuelta); y un largo etcétera.
Pero me pasó como me suele suceder casi siempre: me compro algo mejor y dejo de hacerlo. Me explico: me compré una flamante Orbea de montaña y dejé de montar en bici (algo parecido me pasó cuando me compré, al fin, una maravillosa guitarra acústica que hacía años que deseaba y dejé de tocar; o cuando terminé el maratón de Madrid y dejé de correr, al estilo Forrest Gump). No sé porqué pero cambié. Dejé de ir en bici durante años y ahora llevo tres o cuatro que, aunque poco, lo hago algo.
Pues ayer me decidí a cogerla. Entre otros motivos había varias curiosidades que quería descubrir, sobre todo la de conocer un nuevo recorrido que partiendo del barrio de Las Fuentes, lleva al Galacho de La Alfranca. También deseaba saber de una vez por todas qué era eso de AVZ que veía en los carriles bici de la ribera y que tanto me llamaban la atención. Y, claro está, disfrutar del paseo con el sol abrasador y el cierzo implacable como compañeros…
Lo de ir al Galacho en bicicleta era algo añorado. ¡Cuántas veces de ir a ver pajaricos, bichos y plantas en la época naturo-ecologista! Aquellas visitas con mi buen amigo Pedro Rovira al Galacho eran lecciones de naturalismo, biología y zoología que mamé a mis vietipocos años (por cierto, Pedro era y es uno de los mejores fotógrafos que he conocido, y he conocido a varios; veo aún alguna foto suya en el interesante blog de su mujer, Puri Menaya, “El rincón de la bruja de chocolate”).
El paseo es delicioso. Discurre por la ribera del Ebro, por esa ribera de siempre que tanto he añorado desde que la “civilizaran” en mi barrio, la Almozara.
En mi caso seguí desde la Almozara por el carril bici en la ciudad (eso marcado con AVZ, que descubrí era “Anillo Verde de Zaragoza” y es el conjunto de trayectos preparados para recorrer en bicicleta, tanto por la ciudad como por las proximidades; ver la información del ayuntamiento de Zaragoza) entrando en un camino acondicionado a partir del puente de Manuel Giménez Abad. Desde ahí, pasas frente a la desembocadura del Gállego, por el Soto de Cantalobos, un verdadero bosque, sigues por arboledas y campos hasta llegar a la nueva “pasarela del Bicentenario”. Allí tomas la otra margen, la izquierda, bordeando siempre el río y viendo todos los sotos, meandros, mejanas y galachos que al padre Ebro le ha dado la gana hacer. Todo un alarde natural, casi cuidado, con esa frágil convivencia que había hace años entre la agricultura y la naturaleza, esa simbiosis que se mantuvo hasta la llegada de nuestra “civilización”. Y todo eso a escasos 5 Km. del centro; un lujo.
Pasados unos kilómetros te adentras un poco para llegar al Galacho de La Alfranca, el lujo mayor de naturaleza en Zaragoza. El Centro de Interpretación te de la civilizada bienvenida y, a partir de allí, a perderte, que es lo mejor que se puede hacer en ese espacio natural.
El paseo es perfecto. Aúna el recorrido natural (sotos, meandros, mejanas y galachos), la belleza del río, las arboledas y bosques (alamos, chopos, tamarices, sauces, olmos, cañas, etc.), todas las aves que te sobrevuelan, algún destrozo urbanita y el esfuerzo de esos 17 km. hasta llegar a La Alfranca (y la vuelta con el cierzo de cara).
A más, a más, el itinerario urbano permite conocer los 14 puentes que ahora tiene Zaragoza sobre el Ebro, 12 más que cuando yo nací. Pero hablar de los puentes de Zaragoza lo dejo también para otra ocasión.
Disfrutad (ya sea solos, en familia, con la pareja o el amante) de este paseo en bici (también puedes hacerlo andando o cogiendo el trenecito que sale del Puente Giménez Abad cada hora y media) y conoced nuestro río, tantas veces denostado y apartado de la ciudad, que la Expo nos ha permitido recuperar y revivir.
El recorrido
Recorrido hasta el Galacho de la Alfranca
Lugares interesantes
Destaco algunos de los lugares pasados, con imagen de situación y foto de ayer.
Puente de Manuel Giménez Abad, inicio
Google Maps - Puente Giménez Abad
Puente del AVE y Puente Giménez Abad
Desembocadora del Gállego
Google Maps - Desembocadura del río Gállego
Desembocadura del río Gállego en el Ebro
Soto de Cantalobos
Google Maps - Soto de Cantalobos
Soto de Cantalobos
El Ebro en el puente de la Z40
Google Maps - El Ebro bajo la autopista Z40
El Ebro a su paso bajo el puente de la autopista Z40
Orilla derecha del Ebro – tamarices
Google Maps - Orilla derecha del Ebro
Margen derecha - Tamarices
Campos en la margen derecha
Pasarela del Bimilenario
Google Maps - Pasarela del Bimilenario
Pasarela del Bimilenario
Pasarela del Bimilenario
Orilla izquierda – meandros y galachos
Google Maps - Margen izquierda - Meandros
Meandro en la margen izquierda por el Soto de Benedicto
Pues sí, declaro que no me gusta mucho el fútbol, aunque tampoco sea del Comité Antifútbol (ni del comité antitaurino, ni de ningún otro anti). Entiendo, eso sí, ese gusanillo de ver jugar a la selección y el ambiente que conlleva (en algunos casos terminando en insoportable euforia), pero no soporto el griterío, cánticos y banderas que suelen acompañar.
También declaro que mi sonrisa surge cuando imagino, de manera perversa, a los chicos de ETA o PCTV viendo el partido y, en su interior, salirles un ¡España, España! maldito, acompañando las paradas de Iker Casillas.
Pero es que, además de no gustar, ayer tenía otra inaguantable actividad: acompañar a mi hijo Ángel a ver un absurdo espectáculo de Pressing Catch (absurdo porque si ya lo es cuando participan las figurillas, imaginaos como será cuando los protagonistas son conocidos por sus abuelas).
En fin, espero buscar actividades más creativas e interesantes para la final del domingo.
El lunes y martes (9 y 10 de junio de 2008) han realizado una muestra de danza los chicos del Conservatorio Profesional de Danza de Zaragoza en el Teatro Principal. Esto sirve como botón de muestra del encomiable trabajo que realizan estos niños que sacrifican buena parte de su tiempo libre en esta actividad artística.
Entre todos ellos, mi hija Lucía de 12 años, para mí, claro, es un ejemplo. Su capacidad de sacrificio me admira cada día y se empeña en continuar pese a todos los pesares. Compartimos esas calamidades pero una vez al año se nos “cae la baba” viendo a las artistas.
Dejo la actuación de ayer de 3º de Educación Elemental (donde está Lucía):
Disculpad la falta de calidad pero sirva como simple homenaje.
El personaje de este capítulo quinto no cumple uno de los adjetivos de su título, al no ser desconocido debido a la celebridad otorgada por algunos artículos de prensa, libros y, sobre todo, en una canción del abuelo José Antonio Labordeta. Pero aun con todo, no me resisto a dejar de comentar alguna cosa, probablemente debido a tres grandes razones: la primera por su excentricidad en el ejercicio de su profesión; la segunda por ser un gran representante del surrealismo aragonés; y, por fin, la tercera por ser otro de los personajes que mi padre comentaba entre risas.
El baulero, cuyo nombre real era Pedro Díaz Layús (aunque en la canción de Labordeta le denomina “Mariano Elías el Baulero”, creo entender), vivió en la Zaragoza de posguerra. Dicen las crónicas que de joven fue banderillero y rejoneador, y eso le marcó su afición taurina. Su profesión era la de fabricante y transportista de baúles y lo curioso era que las entregas las realizaba montado en bicicleta.
La Zaragoza de entonces, años 40 y 50, no era la del tráfico actual, pero aún con todo ya había cierto trajín que era esquivado y driblado con la habilidad propia de un artista circense. Me hubiera encantado observar su presencia erguida y orgullosa por las calles del barrio de San Pablo toreando automóviles y tranvías con su mercancía (uno o dos baúles) en la parte trasera de la bicicleta.
Pero probablemente lo más curioso fue su conjunción de bicicleta y toreo. Dicen que llegó a rejonear en la plaza a un toro desde su bicicleta y a mi me resulta absolutamente surrealista la escena. Fiel discípulo y colega de Buñuel, a buen seguro.
Mi padre contaba, entre risas de recuerdos, como todos los transeúntes de la calle General Franco (actual Conde de Aranda) le aplaudían a su paso, mientras el gritaba “Soy el Baulero, el mejor torero”. Decía que era querido y reconocido, que toreando coches era mejor que con la capota y que su muerte, tan paradójica como su personaje al ser atropellado por un coche cuando iba andando, fue muy recordada.
Otros artículos y sonidos lo recuerdan y aconsejo su consulta:
El libro (del cual he incluido la ilustración realizada por Berta Lombán al inicio) “El baulero y otros personajes” de Raimundo Lozano (Ed. Ibercaja Obra Social y Cultural, 2000) nos traslada a esa época en un soberbio relatillo sobre este personaje.
Y, como no, la canción de Labordeta, del álbum “Tú, yo y los demás” que incluyo aquí
Clip de audio: Es necesario tener Adobe Flash Player (versión 9 o superior) para reproducir este clip de audio. Descargue la versión más reciente aquí. También necesita tener activado Javascript en su navegador.
A principio de esta temporada 2007-08 ya comenté varias cosas en Diferencias de velocidad, ¿o será otro juego?: mi pasión por el baloncesto, mi opinión positiva sobre el CAI Zaragoza de esta temporada y mis deseos de dejar la LEB y empezar a jugar al baloncesto en serio, o sea, en la ACB.
Pues bien, parece ser que, al fin, mis deseos fueron cumplidos ayer, en una de esas noches mágicas, llenas de los famosos 15 minutos de gloria y en el que las pasiones irracionales salen a flor de piel: el CAI ganó, quedó campeón de liga ACB y, por tanto, según las reglas de este año, asciende directo sin play off a la ACB.
Enhorabuena a todos, al equipo y, más todavía a los sufridos seguidores que llevamos 12 años sin baloncesto ACB en Zaragoza y 6 en el infierno LEB.
Dejo algunas fotos del momento (partido y celebración en Plaza de España).
La verdad es que el término de célebre zaragozano desconocido en cuestión es una ambigüedad en este caso, ya que es a la vez topónimo y antropónimo. Quiero decir que, para los que en los años setenta frecuentábamos “El Pijas” nos teníamos que encontrar con el susodicho “El Pijas”, persona.
Bueno vamos al grano, que así no se entiende nada.
Como ya comentaba en otras entradas de esta bitácora (por ejemplo en Célebres zaragozanos desconocidos (1): Antonio Vidal o en La cena de ex-dominicos de 2007) yo estudié en el Colegio Cardenal Xavierre de los PP. Dominicos de Zaragoza durante casi toda mi vida colegial (en concreto desde 1º de E.G.B. hasta 3º de B.U.P., ya veis que soy pre-LOGSE, pre-LOE, pre-…). La adolescencia la viví en los alrededores de la plaza San Francisco, lugar ciertamente elegante y encantador que todavía me atrae. Eran los años 70, esos que ni fueron felices ni comieron perdices, solo fueron, con algún destello de música, algún final infeliz para las películas (Vietnam, sobre todo) y, en España, el final de Franco y el comienzo de la transición.
Pero nosotros eramos ajenos a todas esas infelicidades de la década. Nosotros nos centrábamos, sobre todo, en jugar al futbolín. ¡Vaya pedazo de deporte! Efectivamente, bien calificado como deporte pues las sudadas que nos metíamos eran memorables, y las estrategias para “hacer jugada” sin que te pillaran o lanzar “moscas” eran más propias de Napoleón. ¡Y vaya inversión de horas! En cuanto teníamos un minuto íbamos corriendo desde el cole hasta los futbolines para que no te pillaran último, ya que tocaba pagar la primera partida (el resto no, que pagaba quien perdía). Aun jugando bien era la ruina pues te podías gastar perfectamente 20 pelas si no espabilabas.
Había verdaderos expertos, más bien artistas. Yo siempre recuerdo las moscas de Chencho que hasta doblaba la barra de los jugadores para elevar la bola hasta la altura de su mano y lanzar un latigazo que destrozaba la portería rival. Otros como Fernando Carreras eran una barrera inexpugnable en defensa, Jesús García en cuyas manos los jugadores vivían o Luis Conte que prácticamente vivía en la tabla, ya que no se le conseguía batir y, por tanto, no “salía” (el término proviene de “jugar a salidas”, bien conocido por muchos, consistente en que quien pierde deja de jugar y entra otra pareja). Algunos de ellos formaban las parejas más famosas desde Menéndez y Pidal o García y Márquez.
Yo no era muy bueno, aunque tampoco malo. Solía salir pagando una o, como mucho, dos partidas en una tarde de deporte. El tiempo, claro, me perfeccionó y cuando dejé el colegio era ya casi un maestro. Claro que de poco me sirvió pues fui por otros derroteros y dejé tan sublime actividad ociosa.
Pero volvamos al lugar. “El Pijas” era el local de futbolines por excelencia. También había otros como “El Corona” pero no tan frecuentado ni tan preparado para la actividad. Estaba (y digo bien, pues ahora creo que es una tienda de chuches) en la calle Corona de Aragón casi esquina con Pedro Cerbuna (ver localización), al lado de la Universidad. El local en sí era insufrible: no más de 30 metros cuadrados en el que se desperdigaban una docena de máquinas de millón, unas pocas de marcianos (pocas, que eran novedad y supercaras) y cuatro mesas de futbolín bastante desgastadas. La limpieza no era muy brillante, sobre todo en paredes y techo (creo recordar que en diez años se pintó una vez y fue memorable) aunque el suelo estaba ya desgastado de tanta lejía. Luz, lo que se dice luz, poca, casi nula. Más parecía un antro o un puticlú ya que de la minúscula puerta no entraba nada y artificial muy poca, había que ahorrar con lo que gastaban las dichosas maquinetas.
El local lo regentaba Diego “El Pijas”. No se quien le puso el mote, pero le pegaba por dos razonas: la primera porque, en su lenguaje casi ininteligible, era una de las palabras más utilizadas; y la segunda, por su propio aspecto. Era todo un carácter, bueno, más bien tenía una mala leche que no había quien le aguantara. Pensándolo con el paso de los años y sus inevitables gafas correctoras, no era de extrañar, ya que hay que reconocer que eramos de cuidado: unos con las ganzúas abriendo las máquinas (para sacar el dinero o solo para ponerse partidas gratis), otros con arranques de ira que hacían dar la vuelta a las máquinas de los empujones recibidos, algún conato de enfrentamiento con “macarras” y así un largo etcétera. Por eso no era de extrañar que “El Pijas” en seguida sacara su carácter y, por ejemplo, echara a alguien a la calle con patadas incluidas (sus patadas son antológicas, nunca he visto nada igual; se propinaban con el pie extendido contra el trasero del expulsado, de tal forma que se recibían con la suela !!!).
De su aspecto físico, lo más mencionable era su peluquín. Llevaba un horroroso bisoñé que destacaba enormemente con el color y textura de sus patillas. No muy alto, mediana edad, cara con aire despistado y de pocos amigos. Normal.
Algunos ratos le echaba una mano su mujer, Palmira, persona encantadora, tierna y amable donde las hubiera, justa contraposición de su colérico marido. La Palmira (o Sra. Palmira, depende) era una auténtica madre con nosotros. La pobre terminó oyendo, sabiendo y aconsejando todos nuestros problemas adolescentes: los cates, los curas sin escrúpulos, nuestros primeros enamoramientos, … De hecho, creo que le contábamos más cosas que a nuestras propias madres, sobre todo porque era todo comprensión y nos conocía mejor que la que nos parió.
Allí pasábamos las horas, los días… La media hora de recreo era obligada, otro rato al salir al medio día, otro pequeñito antes de entrar por la tarde y, muchas veces, casi toda la tarde tras salir de clase. Y los fines de semana… Algunas veces, no muchas en la mayoría de nosotros, era el lugar de concentración de las pirolas, pero todavía no estábamos preparados para esas ocurrencias, demasiado infantiles e inexpertos para atrevernos a tanto.
El tiempo, como siempre, pasó. Unos pocos años después de salir del colegio, Diego “El Pijas” murió, no recuerdo de qué. Siguió su negocio Palmira. Alguna vez, ya con veintitantos aun me acercaba a hablar con ella. Luego también lo dejó y lo traspasó, cambiando las bolas de futbolín por frutos secos y cantimploras de jarabe hiperdulce.
El 26 de abril de 1986 se produjo el accidente de la central nuclear de Chernóbil, es bien sabido por todos: el propio suceso así como las consecuencias posteriores han sido difundidas por la prensa de forma extensa desde entonces, más todavía cuando se conmemoró el vigésimo aniversario. Aun con todo, los efectos cotidianos, esos de andar por casa, familiares y continuos, son, como casi siempre en este tipo de noticias, completamente ignorados.
El accidente, sucedido en la república de Ucrania, entonces integrada en la Unión Soviética, afectó más a Bielorrusia que a la propia Ucrania, debido a los vientos con dirección norte que había esos días.
Hace ahora tres años nos sucedió en casa una historia curiosa que ha tenido unas consecuencias extraordinarias.
Pilar, mi mujer, estaba entonces haciendo un curso de tiempo libre en una Asociación (ANADE). Una mañana, tras las clases, pasó por delante de secretaría y oyó una conversación en la cual alguien expresaba su negativa a acoger a una niña bielorrusa por parecerle mayor.
Intrigada, preguntó qué era eso de bielorrusos en Zaragoza, y le informaron que ANADE traía unos 50 niños de ese país del este con el fin de mejorar su salud, especialmente dañada por los todavía perjudiciales efectos de la nube radiactiva de Chernóbil. Al mismo tiempo le confirmaron que, efectivamente, una niña que esperaba ser acogida por una familia zaragozana, había sido rechazada.
Pilar me llamó y acepté sin dudarlo: nos traíamos a casa a una niña de entonces 10 años.
Desde entonces, por tres años consecutivos, Alexia Pakhonova ha venido a casa. Desde el primer momento ha sido tratada (o al menos intentado) como una hija más, ni menos ni más, con las mismas obligaciones y privilegios que nuestros propios hijos.
Alexia es tímida pero agradable. Tiene un aspecto ciertamente soviético (mejor, exsoviético) y también algo del tópico de su carácter, pero es agradecida y simpática. Pasamos todos los años algunos días de vacaciones juntos y va al campamento del Pirineo con nuestra hija mayor, Lucía. Disfrutamos, discutimos y se pelean, vamos, como todos.
Pero sabemos que para ella es bueno. Dicen que el mes y medio de verano que pasa con nosotros mejora su salud de forma importante (dicen que algunos años de vida). Lo cierto es que desde que vino por primera vez, hace 3 años, hasta ahora, su aspecto ha mejorado considerablemente.
Y además hay muchas cosas ciertas y no conocidas: como tantos en Bielorrusia, su madre sufre cáncer y el tema es delicado.
Hace dos años también trajimos a su hermano gemelo, Alosa. Fue estupendo aunque no hemos podido repetir pues ni la casa ni el tiempo de dedicación trabajando, nos lo permiten. Alosa es genial, con un humor impresionante, mucho más simpático.
De izda. a dcha.: Vara, yo, Ángel, Alosa, Lucía, Alexia y Pilar.
Alexia y Alosa son de Soligorsk, una ciudad media (unos 100.000 habitantes) a poco mas de 100 km. al sur de Minsk, la capital. Es una ciudad artificial, nacida hace unos 50 años de la nada, debido al descubrimiento de unas importantes minas de potasa. Toda la población vive de las minas y la empresa es fundamental en la ciudad.
Su familia es normal. No son huérfanos ni maltratados, todo lo contrario. Son en total tres hermanos (una mayor y los dos gemelos) y viven con sus padres. El nivel es medio y no les falta de nada. Su familia se ha comprado recientemente casa y coche y su vida es normal. Ese no es el problema para venir aquí, como ya he comentado. Tras un principio dudoso por nuestra parte (no conocíamos nada de Bielorrusia, de su familia o de su estado), consideramos que Alexia viene de vacaciones y como tal actuamos. Todo es bastante fácil, hay que reconocerlo.
El primer año fue el más complicado: Alexia no sabía nada de castellano y tampoco inglés u otros idiomas. Sólo bielorruso y ruso (que son bastante parecidos). Gracias a traductores on-line y un pequeño diccionario nos entendíamos. Ahora sabe hablar muy bien, aunque debido a su timidez, habría que decir que lo que mejor se le da es entender, ya que no habla mucho con nosotros (aunque sí con Ángel y Lucía, que son como hermanos de ella).
Me gustaría animaros a que participéis. Es una experiencia encantadora, fácil y muy grata. Se aprende mucho (aunque yo no he pasado de decir один, два, три, четыре -un, dos, tres, cuatro- en ruso) y, sobre todo, para nuestros hijos ha sido muy aleccionador y saludable.
Podéis informaros en ANADE, teléfono 976 274426. En su web tenéis más información de la acogida de niños bielorrusos, de lo sucedido en Chernóbil y de cómo colaborar. Si no, podéis contactar conmigo siempre que queráis.
Me llamo Antonio y tengo cuarentaytantos. Trabajo como profesional TIC en una empresa de Zaragoza. Casado, dos hijos y una vida muy normal...
Algunas aficiones confesables y otras inconfesables. Genealogía, fotografía, montaña, deporte, lectura y la convergencia afición-profesión: sistemas, Internet, programación, ...
Alguna pasión: mi tierra, Aragón; y algún objetivo: Desperta ferro!