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El lunes y martes (9 y 10 de junio de 2008) han realizado una muestra de danza los chicos del Conservatorio Profesional de Danza de Zaragoza en el Teatro Principal. Esto sirve como botón de muestra del encomiable trabajo que realizan estos niños que sacrifican buena parte de su tiempo libre en esta actividad artística.

Entre todos ellos, mi hija Lucía de 12 años, para mí, claro, es un ejemplo. Su capacidad de sacrificio me admira cada día y se empeña en continuar pese a todos los pesares. Compartimos esas calamidades pero una vez al año se nos “cae la baba” viendo a las artistas.

Dejo la actuación de ayer de 3º de Educación Elemental (donde está Lucía):

Disculpad la falta de calidad pero sirva como simple homenaje.

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El personaje de este capítulo quinto no cumple uno de los adjetivos de su título, al no ser desconocido debido a la celebridad otorgada por algunos artículos de prensa, libros y, sobre todo, en una canción del abuelo José Antonio Labordeta. Pero aun con todo, no me resisto a dejar de comentar alguna cosa, probablemente debido a tres grandes razones: la primera por su excentricidad en el ejercicio de su profesión; la segunda por ser un gran representante del surrealismo aragonés; y, por fin, la tercera por ser otro de los personajes que mi padre comentaba entre risas.

Ilustración de Berta Lombán en el libro \"El baulero y otros personajes\" de Raimundo Lozano

El baulero, cuyo nombre real era Pedro Díaz Layús (aunque en la canción de Labordeta le denomina “Mariano Elías el Baulero”, creo entender), vivió en la Zaragoza de posguerra. Dicen las crónicas que de joven fue banderillero y rejoneador, y eso le marcó su afición taurina. Su profesión era la de fabricante y transportista de baúles y lo curioso era que las entregas las realizaba montado en bicicleta.

La Zaragoza de entonces, años 40 y 50, no era la del tráfico actual, pero aún con todo ya había cierto trajín que era esquivado y driblado con la habilidad propia de un artista circense. Me hubiera encantado observar su presencia erguida y orgullosa por las calles del barrio de San Pablo toreando automóviles y tranvías con su mercancía (uno o dos baúles) en la parte trasera de la bicicleta.

Pero probablemente lo más curioso fue su conjunción de bicicleta y toreo. Dicen que llegó a rejonear en la plaza a un toro desde su bicicleta y a mi me resulta absolutamente surrealista la escena. Fiel discípulo y colega de Buñuel, a buen seguro.

Mi padre contaba, entre risas de recuerdos, como todos los transeúntes de la calle General Franco (actual Conde de Aranda) le aplaudían a su paso, mientras el gritaba “Soy el Baulero, el mejor torero”. Decía que era querido y reconocido, que toreando coches era mejor que con la capota y que su muerte, tan paradójica como su personaje al ser atropellado por un coche cuando iba andando, fue muy recordada.

Otros artículos y sonidos lo recuerdan y aconsejo su consulta:

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La verdad es que el término de célebre zaragozano desconocido en cuestión es una ambigüedad en este caso, ya que es a la vez topónimo y antropónimo. Quiero decir que, para los que en los años setenta frecuentábamos “El Pijas” nos teníamos que encontrar con el susodicho “El Pijas”, persona.

Bueno vamos al grano, que así no se entiende nada.

Como ya comentaba en otras entradas de esta bitácora (por ejemplo en Célebres zaragozanos desconocidos (1): Antonio Vidal o en La cena de ex-dominicos de 2007) yo estudié en el Colegio Cardenal Xavierre de los PP. Dominicos de Zaragoza durante casi toda mi vida colegial (en concreto desde 1º de E.G.B. hasta 3º de B.U.P., ya veis que soy pre-LOGSE, pre-LOE, pre-…). La adolescencia la viví en los alrededores de la plaza San Francisco, lugar ciertamente elegante y encantador que todavía me atrae. Eran los años 70, esos que ni fueron felices ni comieron perdices, solo fueron, con algún destello de música, algún final infeliz para las películas (Vietnam, sobre todo) y, en España, el final de Franco y el comienzo de la transición.

Pero nosotros eramos ajenos a todas esas infelicidades de la década. Nosotros nos centrábamos, sobre todo, en jugar al futbolín. ¡Vaya pedazo de deporte! Efectivamente, bien calificado como deporte pues las sudadas que nos metíamos eran memorables, y las estrategias para “hacer jugada” sin que te pillaran o lanzar “moscas” eran más propias de Napoleón. ¡Y vaya inversión de horas! En cuanto teníamos un minuto íbamos corriendo desde el cole hasta los futbolines para que no te pillaran último, ya que tocaba pagar la primera partida (el resto no, que pagaba quien perdía). Aun jugando bien era la ruina pues te podías gastar perfectamente 20 pelas si no espabilabas.

Había verdaderos expertos, más bien artistas. Yo siempre recuerdo las moscas de Chencho que hasta doblaba la barra de los jugadores para elevar la bola hasta la altura de su mano y lanzar un latigazo que destrozaba la portería rival. Otros como Fernando Carreras eran una barrera inexpugnable en defensa, Jesús García en cuyas manos los jugadores vivían o Luis Conte que prácticamente vivía en la tabla, ya que no se le conseguía batir y, por tanto, no “salía” (el término proviene de “jugar a salidas”, bien conocido por muchos, consistente en que quien pierde deja de jugar y entra otra pareja). Algunos de ellos formaban las parejas más famosas desde Menéndez y Pidal o García y Márquez.

Yo no era muy bueno, aunque tampoco malo. Solía salir pagando una o, como mucho, dos partidas en una tarde de deporte. El tiempo, claro, me perfeccionó y cuando dejé el colegio era ya casi un maestro. Claro que de poco me sirvió pues fui por otros derroteros y dejé tan sublime actividad ociosa.

Pero volvamos al lugar. “El Pijas” era el local de futbolines por excelencia. También había otros como “El Corona” pero no tan frecuentado ni tan preparado para la actividad. Estaba (y digo bien, pues ahora creo que es una tienda de chuches) en la calle Corona de Aragón casi esquina con Pedro Cerbuna (ver localización), al lado de la Universidad. El local en sí era insufrible: no más de 30 metros cuadrados en el que se desperdigaban una docena de máquinas de millón, unas pocas de marcianos (pocas, que eran novedad y supercaras) y cuatro mesas de futbolín bastante desgastadas. La limpieza no era muy brillante, sobre todo en paredes y techo (creo recordar que en diez años se pintó una vez y fue memorable) aunque el suelo estaba ya desgastado de tanta lejía. Luz, lo que se dice luz, poca, casi nula. Más parecía un antro o un puticlú ya que de la minúscula puerta no entraba nada y artificial muy poca, había que ahorrar con lo que gastaban las dichosas maquinetas.

El local lo regentaba Diego “El Pijas”. No se quien le puso el mote, pero le pegaba por dos razonas: la primera porque, en su lenguaje casi ininteligible, era una de las palabras más utilizadas; y la segunda, por su propio aspecto. Era todo un carácter, bueno, más bien tenía una mala leche que no había quien le aguantara. Pensándolo con el paso de los años y sus inevitables gafas correctoras, no era de extrañar, ya que hay que reconocer que eramos de cuidado: unos con las ganzúas abriendo las máquinas (para sacar el dinero o solo para ponerse partidas gratis), otros con arranques de ira que hacían dar la vuelta a las máquinas de los empujones recibidos, algún conato de enfrentamiento con “macarras” y así un largo etcétera. Por eso no era de extrañar que “El Pijas” en seguida sacara su carácter y, por ejemplo, echara a alguien a la calle con patadas incluidas (sus patadas son antológicas, nunca he visto nada igual; se propinaban con el pie extendido contra el trasero del expulsado, de tal forma que se recibían con la suela !!!).

De su aspecto físico, lo más mencionable era su peluquín. Llevaba un horroroso bisoñé que destacaba enormemente con el color y textura de sus patillas. No muy alto, mediana edad, cara con aire despistado y de pocos amigos. Normal.

Algunos ratos le echaba una mano su mujer, Palmira, persona encantadora, tierna y amable donde las hubiera, justa contraposición de su colérico marido. La Palmira (o Sra. Palmira, depende) era una auténtica madre con nosotros. La pobre terminó oyendo, sabiendo y aconsejando todos nuestros problemas adolescentes: los cates, los curas sin escrúpulos, nuestros primeros enamoramientos, … De hecho, creo que le contábamos más cosas que a nuestras propias madres, sobre todo porque era todo comprensión y nos conocía mejor que la que nos parió.

Allí pasábamos las horas, los días… La media hora de recreo era obligada, otro rato al salir al medio día, otro pequeñito antes de entrar por la tarde y, muchas veces, casi toda la tarde tras salir de clase. Y los fines de semana… Algunas veces, no muchas en la mayoría de nosotros, era el lugar de concentración de las pirolas, pero todavía no estábamos preparados para esas ocurrencias, demasiado infantiles e inexpertos para atrevernos a tanto.

El tiempo, como siempre, pasó. Unos pocos años después de salir del colegio, Diego “El Pijas” murió, no recuerdo de qué. Siguió su negocio Palmira. Alguna vez, ya con veintitantos aun me acercaba a hablar con ella. Luego también lo dejó y lo traspasó, cambiando las bolas de futbolín por frutos secos y cantimploras de jarabe hiperdulce.

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Nunca he sido muy amigo de esta Expo 2008 de Zaragoza. Tal vez porque las obras las tengo al lado (vivo a 50 metros del Pabellón Puente) y cada dí­a no sé por dónde saldré de casa; y del polvo ni te cuento… O tal vez porque siempre estas cosas promocionan pelotazos inmobiliarios de tamaño descomunal. O seguramente porque una Expo que va de “ecológica” genera unas obras que se han cargado totalmente nuestras antiguas riberas y han sustituido el viejo y sucio manto verde por el relucido hormigón blanco…

Pero aun no siendo muy amigo, hay que reconocer lo que está bien. Y está bien que la ciudad se moderniza y, al fin, tendremos (espero) unas ví­as de comunicación modernas, puentes y palacios de congresos, actividades culturales, etc.

Y hay que reconocer que siempre me ha gustado “A hard rain’s a-gonna fall” de Bob Dylan, que Amaral son muy buenos (además de ser de esta ciudad) y que la versión que ahora la Expo2008 nos ofrece en su página, es muy, muy buena.

Por eso, descárgate “Llegará la tormenta”, la versión realizada para la Expo, en MP3 o en 3GP, y cuyo ví­deo incluyo a continuación.

Y, además, el planteamiento de la Web de la Expo www.expozaragoza2008.es es muy bueno, con su blog y su canesú. Siempre interesante, actualizado y muy 2.0. Por eso le dan premios y por eso, les doy la enhorabuena a Juanlu y a todos los que la realizan. Felicidades, de verdad.

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La verdad es que yo no la conocí­, ni mucho menos, pero es una de las “batallitas” que más recuerdo de las contadas por mi padre de la Zaragoza en los años 30.

Tendrí­a mi padre entonces alrededor de 10 años y, como para casi todos por entonces, la calle era tan escuela como los libros y la picaresca se uní­a a lo cotidiano.

La Tía Pochocha supongo que sería mayor. Para mi padre era una vieja, por lo que le podríamos echar los 60 o 70 sin equivocarnos mucho. El descubrimiento del sexo por parte de un preadolescente de entonces supongo que sería complicado y nuevamente la calle era la que lo proporcionaba y, en este caso, la Tía Pochocha.

Mi padre y sus amigos acudían esporádicamente a su casa, situada según creo recordar por el barrio San Pablo, cruzando General Franco (actual Conde de Aranda) desde la calle Agustina de Aragón donde vivían. Por unos pocos “riales” la Tía Pochocha se subía la falda y mostraba sus avejentados “encantos” para disfrute, y a veces vergüenza, de los más pequeños. Era un ritual iniciático para ellos, sin televisión, revistas ni nada que les permitiera adentrarse en ese mundo.

Un día estos pequeños pagaron pero la Tía Pochocha les negó el espectáculo, riéndose de su inocencia. Ellos se enfadaron pero tampoco podían hacer mucho. Al fin y al cabo no lo iban a contar… Pero en su picaresca idearon un plan.

Unos días después acudieron a su casa con algo escondido en los bolsillos de esos pantalones mil veces remendados. Pagaron a la Tía Pochocha y ella, temiendo perder la clientela, mostró sus partes íntimas una vez más. Entonces los chicos sacaron las “tostas” de barro que habían preparado al efecto y las dispararon directamente contra la vulva de la señora.

Creo que los gritos tanto de dolor como de amenaza se oyeron hasta en Torrero. También fueron memorables las risas…

Ni que decir tiene que no volvieron a casa de la Tía Pochocha y que, a veces, atravesar el barrio de San Pablo requería de algunos rodeos.

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Hubo un tiempo en que Zaragoza era habitable. Yo nací en esta ciudad (por cierto, creo que de los últimos que nació en casa, en la calle Agustina de Aragón) en los 60 y la ciudad estaba en plena eclosión. Desde aquellos años se ha producido la deshumanización y, supongo, el progreso.

Pero antes de eso, Zaragoza era un pueblo grande. Nadie era de Zaragoza ya que todo el mundo había inmigrado aquí y sobre todo se poblaba de quienes venían de los pueblos de alrededor. Mi padre que vivió la Zaragoza de los años 30 y 40 hablaba de personajes que todos conocían, extraños y divertidos que habitaban un Casco Viejo que entonces era centro y no marginación.

Mi familia siempre se dedicó al comercio y yo me crié en la tienda. Claro que entonces el comercio era a tiempo completo y mis padres vivían más en la tienda que en casa. Yo acompañaba mucho a mi padre a los distribuidores (lo que el llamaba ir a las faenas) y solía escuchar sus tertulias, a veces perdiéndome en conversaciones de adultos, y otras divirtiéndome. Allí conocí a Pablos que era quien nos proporcionaba los trajes de baturros que luego vendíamos en la mercería.

Pablos era mayor. Tendría los 80 cuando yo era un crío, pero se conservaba bastante bien. Pero me encantaba oírle hablar primero y mantener tertulias con él después. Y es que cuando mi padre murió yo me encargué de muchas de sus tareas y solía ir a ver a Pablos.

Tenía su cuchitril (que no se podía llamar de otra forma) donde cosían algunas costureras entre montones de telas y tijeras. Si le pedías algún traje raro sacaba tejidos de 50 años antes que el conservaba y reutilizaba. Igual hacía un traje de baturro que uno de cofrade y siempre hablaba…

Hablaba de la Zaragoza de los años 20, la ciudad sin coches, con seres humanos paseando, con sus edificios modernistas y sus costumbres provincianas. Yo me trasladaba a aquellos años oyéndole e imaginaba cómo sería mi Zaragoza entonces.

Pablos murió. Era viejo. Su negocio creo que lo siguió su hijo. Mi mercería desapareció cuando mi madre se jubiló. Nada queda de entonces. Ni nada queda de aquella Zaragoza.

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Dado el éxito de la foto del año y por probar el nuevo plugging de WordPress que he instalado para hacer galerías de imágenes (NextGEN Gallery), incluyo una pequeña galería de fotos de ese día.

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